En 1925 Eduardo de Zamacois publicó su novela "Memorias de un Vagón de Ferrocarril", en la que un coche de primera de Norte, conocido con el nombre de "Cabal", cuenta su vida desde su llegada a la Compañía del Norte hasta su jubilación a lo largo de muchas líneas de nuestro país. Entre ellas narra su breve paso por la Rampa de Pajares.
Nací, por fortuna mía, vagón de primera clase, y mi ejecutoria acredita la reciedumbre y nobleza de mi origen. En las buenas estaciones provincianas, y más aún en las fronterizas, donde abundan los tipos cosmopolitas acostumbrados a viajar, mi aspecto prócer y la pátina obscura que me dieron, primero mis barnizadores y luego la cruda intemperie y el polvo de los caminos, dicen mi largo historial vagabundo y atraen la curiosidad de las gentes.
Precedo de Francia, de los famosos talleres de Saint-Denis, pero fui construido con materiales oriundos de diferentes países, y esta especie de "protoplasma internacional" — llamémoslo así — que me integra, unido a mi vivir errático, me vedan sentir fuertemente ese "amor a la patria", en cuyo nombre la ciega humanidad se ha despedazado tantas veces.
La. Compañía que me trajo a España paga — con arreglo al cambio de aquel día — veinte mil duros por mí. Los merezco. Casi en totalidad estoy hecho con piezas de caoba y encina que, tras de perder toda el agua de sus fibras leñosas durante varios años de estadía en los secaderos, fueron severamente endurecidas bajo la llama del soplete; únicamente ciertos pormenores y adornos de mi individuo son de roble, y me cubre una tablazón de "teak", madera muy semejante al pino que viene del Norte europeo, y es inaccesible a los cambios atmosféricos. Mi peso neto — quiero decir — cuando estoy vacío, excede de treinta y seis toneladas.
Tengo más de diez y ocho metros de longitud y tres metros y cincuenta centímetros de altura, y la amplitud de mi techumbre cóncava posee una majestad de bóveda. Durante muchos meses numerosos forjadores, carpinteros, ebanistas, tapiceros, fontaneros, lampistas, electricistas, estufistas y cristaleros habilísimos, trabajaron en mi fabricación, y sus manos diestras maravillosamente fueron infundiéndome una solidez excepcional y una rara armonía de proporciones.
Con justicia mis camaradas de ruta, a poco de conocerme, empezaron a llamarme El Cabal. Desde entonces, ¡cuántas enseñanzas y cuántas aventuras, me aportaron los años! Conozco bien las principales regiones españolas, he atravesado todas las cordilleras, desde la Cantábrica a la Mariánica, y bajo mis ruedas han pasado todos sus ríos, desde el Bidasoa al Guadalquivir. Cerca de diez años consecutivos trabajé en la línea Madrid-Hendaya, una de las más bellas y más duras de la Península; luego pasé al "correo" de Galicia, y después de rodar una breve temporada sobre la vía de Asturias, la Compañía "Madrid, Zaragoza y Alicante" me compró y trabajé ocho años en la línea de Sevilla. Más tarde conocí la de Valencia, Últimamente, y durante dos lustros, fui uno de los nueve vagones del expreso Madrid-Barcelona. Asimismo he rodado por el litoral catalán hasta Cerbere. Tengo, pues, motivos sobradísimos para conocer el tumultuoso trajín de los caminos de hierro.
De Valladolid me rodaron hasta Madrid, donde estuve olvidado- varios días, y luego me agregaron al "rápido" de Asturias en substitución de un "primera", que, sin gloria, hallábase "de maniobras", descarriló y se partió un eje.
Sobre la línea de Asturias trabajé dos meses; lo suficiente para conocer la imponente hermosura selvática del Puerto de Pajares, que, después de Busdongo, donde empieza el célebre túnel de La Perruca, a la estación de Puente de los Fierros, es, según dictamen de muchos viajeros, uno de los parajes más bravos, ariscos y maravillosamente accidentados del mundo.
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