domingo, 10 de noviembre de 2013

La Bandera Roja

Ganaba el tren bravamente el altísimo puerto, cuando una banderita roja le detuvo en la boca del túnel número 80. A lo largo del convoy, curvado y jadeante, cundió la alarma; flotaron en las ventanillas unos velos multicolores y los estribos se poblaron de viajeros recelosos.

Mirando al cielo, mirando a las cumbres altaneras hendidas de torrentes, no había que preguntar por qué se detenía el tren: lo que fue en la llanura castellana débil nublado se convertía sobre el puerto salvaje en loca tempestad.

Rojas y turbias, las aguas se despeñaban con inaudito furor, buscando cauces en donde amansar la garla estrepitosa: a su paso se enrojecían los riscos con un color de arcilla fuerte y rabioso; el celaje, cárdeno y amenazador, pesaba con torvo ceño sobre la cordillera, y el tronido ronco de las nubes bajaba hasta la vía en tableteo formidable.

Un alud ocre y guijarreño se había precipitado sobre los carriles delante de nosotros, y la banderita encamada, temblando de emoción en la ruda mano de una pobre mujer, nos gritaba previsora que detuviésemos la carrera altiva y resonante, porque estaba allí la muerte, apostada en el camino, en un recodo obscuro, en la boca del túnel número 80.

Era la abanderada una moza rubia y triste, vestida de rojo como el señuelo desplegado; tenía en la hondura de las pupilas una llama gris y en los labios descoloridos un gesto de esquivez. Puso en el fondo de los coches su mirada larga y quieta, misteriosa y ardiente, en tanto que los pasajeros la contemplaban con cierta hostilidad, como si la muchacha fuese una misma cosa con el paisaje bravío, coloreado de arcilla.

De la próxima estación de Pajares llegó al trote una cuadrilla de jornaleros, que a toda prisa se afanó bajo el azote de la lluvia, entre lampos de trágica luz, para dejarnos el camino libre.

Al cabo de una espera enojosa perdió el tren la violenta curva en que se había detenido y penetró lentamente por la negra boca del túnel. Así fue taladrando el monte con la audaz puñalada del hierro, mientras a los lados de la vía los obreros de Pajares, replegados contra la pared, calados de agua, rendidos y aspados, nos miraban ir con una indiferencia tal vez doliente, acaso rencorosa.

Y saliendo apenas de aquel agujero de luto y de penumbra llegamos a la estación, colgada en la roca viva, intrépida y vigilante en la infinita desolación del puerto colosal.

Sobre las míseras casucas, alejadas con valentía en los penedos y en los tolmos, blanquea el granizo de la borrasca, y una guardesa, vestida también de colorado, rubia, descalza y triste lo mismo que la otra, nos dice aún con la segunda banderita encarnada: «Hay peligro»...

Tienen estas dos mozas, que deben ser hermanas, una singular expresión de melancolía y altivez; sus manos casi infantiles, ya endurecidas por el trabajo, levantan con serena majestad el aviso previsor al paso de cada tren.

Más que guardesas humildes nos parecen hoy estas niñas, rojas y extáticas, dos valkyrias señalando a los viajeros el camino donde pueden morir, como las divinidades nórdicas hacían con sus héroes en los combates legendarios.

Y aquí se quedan, solas otra vez, estas mujeres silenciosas y hurañas, providenciales en los linderos donde la vida rueda magnífica y sonora, dibujando en la bárbara ruta su atrevido perfil.. Quizá nunca las volvamos a ver; pero su imagen, encendida por el color rodeno de la tierra, quedará en nuestra memoria, junta con la sangrienta visión que ofrece el puerto bajo nubes de almagre entre argayos temibles y ramblizos hirvientes como lavas...

Avanzamos con precauciones por el duro vientre de las cimas; cada chinarro, cada declive gotea una cálida lluvia de tempestad; aguas rojas y palpitantes, lo mismo que si al cielo se le hubiera roto el corazón.

Silba el tren, impaciente por los avisos y las tardanzas, preso en el alto verla donde todo el paisaje tiene un fiero rugido de volcán; piedras y arroyos, abismos y celajes lucen el color dramático de los banderines que nos dijeron: «Hay peligro».

Y al fin nos perdemos, codiciosos, en la sombra de los túneles, como en los valles de la vida, con las ansias del riesgo, desafiando a la muerte, empujados siempre a las medrosas aventuras por el tinte rojal de cada turbión.

CONCHA ESPINA
Publicado en "La Libertal". 27 de enero de 1934.

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