En el diario gijonés El Independiente del 24 de agosto de 1907 aparecía este triste relato firmado por "Duval".
Un Recuerdo
Transcurrieron ya algunos años sin que su acción haya podido borrar el recuerdo, ni aún aminorar la impresión, de aquella dolorosa escena. Con el objeto de trasladarnos a la Corte, montamos en el tren que de Oviedo parte al atardecer. Después de acomodarnos en nuestros asientos, pasamos minuciosa revista á las demás personas que ocupan el departamento; una vez pasados los primeros momentos, que pudiéramos llamar de hostilidad, comenzó a generalizarse la conversación hasta que, ya entrada la noche, fue languideciendo y cada uno procuró adoptar la postura más cómoda posible para poder dormir.
Al despertar la mañana, nos encontrábamos subiendo las laberínticas vueltas del Pajares; con el fin de admirar aquella colosal obra de arte debida al genio de los hombres, nos asomamos á la ventanilla. A lo lejos y en una de las casetas destinadas a las guarda-barreras, llamó nuestra atención una mujer, que, por sus ademanes parecía presa de la mayor agitación; al pasar por frente a ella pudimos apreciar en su rostro las huellas del sufrimiento.
Más bien que un ser viviente, diríase que era la fiel imagen del dolor, tal era la alteración de aquellas demacradas facciones que pronto hirió nuestro oído un grito desgarrador de «¡adiós madre!». En uno de los wagones de tercera, con medio cuerpo fuera, veíase un muchacho corno de unos 12 á 14 años que, ojos los anegados en llanto y agitando la mano, se despedía de aquella viejecilla.
Fué tal la impresión que nos causó aquella escena, que no dudando debía ocultar un verdadero drama de dolor, dedicámonos á averiguar quién nos podría dar alguna luz, y he aquí el resultado.
La tía Sabel — que tal era el nombre de la guarda-barrera — había quedado muy pronto viuda. Como recuerdo de su matrimonio, quedóla un pequeñuelo en quien reconcentró todo su cariño. Hubo de luchar á brazo partido contra la miseria, enseñoreada de su casuca, y experimentó lo que sufre una mujer al encontrarse sin el amparo de nadie y con una criatura que qué atender. Pasó el tiempo y la miseria reinaba en aquella casa, a pesar de haber conseguido la tía Sabel la dieran el empleo de guarda-barrera en el paso-nivel del pueblo; pero las necesidades eran mayores. Quico era casi un hombre y no encontraba donde ganarse un pedazo de pan. En esta situación acertó á llegar al pueblo uno de esos indianos que tanto abundan en nuestra Asturias, y al saber la angustiosa situación de la tía Sabel, ofrecióse á llevar á Quico para América. Aquella pobre mujer, antes de ver acaso a su hijo mendigando, tuvo que avenirse á separarse del amor de sus amores, de su única alegría, de su todo: el separarla de su Quico, era como quitarle la vida.
Llegó el día de la marcha. La despedida fué conmovedora. La tía Sabel no sabía desprenderse de los brazos de su hijo; después de grandes esfuerzos, lograron las oficiosas vecinas llevársela. Quico y el Indiano irían á dormir al pueblo inmediato para coger el primer tren de la mañana. Aún no había amanecido y faltaban dos horas para que el tren pasara y ya se encontraba ella sentada á uno de los lados de la vía. No daba tregua á su llanto y negros pensamientos cruzaban su mente, cuando se oyó el estridente silbido de la locomotora. Como atacada de súpita locura, púsose en pie de un salto, frío sudor la inundó y una horrible mueca de dolor contrajo sus faccione. De pronto, cual relámpago, una idea le asaltó: desplegaría la bandera de peligro y detendría al convoy; así abrazaría por última vez á su Quico. Entonces fué cuando oímos aquí «¡adiós, madre!» contestado por un «¡adiós, hijo de mi alma!» gutural, ahogando las últimas palabras que la infeliz pronunció. Tan intenso había sido el dolor de aquella pobre madre al verse ir para quizá no volver á su hijo, que desde entonces solo salían de su pecho roncos quejidos cual estertor agónico.
La tía Sabel en medio de su aturdimiento y creyendo desplegar la señal de peligro había dado «vía libre al convoy».
Sarcasmos de la vida. ¡Ella misma! Infeliz madre, fue quien hubo de cumplir el penoso deber de franquear el paso al tren que se llevaba á su hijo.
Por eso si pasáis en el ferrocarril, al llegar al Pajares, veréis una guarda-barrera, escudriñar con sus ojillos pardos la blanca estela de humo que tras de sí deja la máquina, mientras dos gruesas lagrimas ruedan por sus mejillas es que entre el humo cree ver la imagen de su Quico, y sus oídos quieren percibir aún las últimas palabras que le oyó pronunciar y lleva grabadas en el alma. «¡Adiós, madre»!
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